Treinta y uno de julio, corazón del verano, del bochorno y el sudor continuo. Terminan mis vacaciones, ese oasis alejado de la noticia. Ese tiempo sumergido en la lectura, la playa y los vinos nocturnos. Ese espacio rebozado de siestas, duchas y paseos a la fresquita. Ese vuelo sin alas, mecido por la brisa, bañado por esa gota de sudor furtiva, salina.
No he aterrizado aún y me topo con la, por esperada, no menos temida reforma laboral. Aprobada entre daiquiris, cañas y mojitos para que nos la traguemos sin darnos cuenta, en un suspiro, como una tapa de pescado frito a la orilla de la playa.
Una reforma que por desconocimiento no puedo criticar abiertamente, pero que mi intuición me dice... ¿Qué me dice?, mejor me lo callo y punto y aparte.
Una reforma que no contenta ni a unos ni a otros, (en privado contenta más a unos que a otros), mas no por ello es aceptable. Pretendidamente salomónica que, a modo de banderillas, prepara al toro para la estocada final.
Una reforma que huyendo de la desregulación, dicen, nos regula, a los otros, a la baja... Quizás como primer paso.