Se ha levantado un día
claro y aprovechas la mañana para visitar una playa del Cabo de Gata, una playa situada entre la Rambla del Agua y la Rambla de las
Amoladeras, la playa más occidental del parque. Han pasado 35 años
desde que estuviste allí la primera vez. Hace frío y las olas
golpean la orilla con una cadencia rítmica similar a la de entonces. Recuerdas la impresión que te produjo esa imagen, acostumbrado como
estabas a playas de arena lisa donde las olas rompen lejos y llegan
mansas a no ser que haya temporal. El sol refleja en el agua su
energía mientras el viento del norte, frío y constante, te acaricia
la cara, único espacio de piel visible, y devuelve los granos de
arena a la orilla, al contacto con el agua, del negro al blanco, del gris al
rojizo, colores que dibujan las pisadas que dejas tras de ti. Tenias
entonces 20 años y caminabas por la orilla, sorprendido de que algo
tan especial se hallara tan cerca de donde vivías, mirabas alrededor
y no veías urbanizaciones, ni bloques de hormigón. Descubres esta
mañana que ha cambiado poco, están las dunas, los tarays y el silencio, y
a lo lejos Retamar. El tiempo ha pasado y para tu sorpresa la playa
sigue ahí, salvaje, acogedora, vestigio vivo de un paisaje que se
resiste a sucumbir al cemento y al turismo, que se mueve al ritmo
pausado del viento y de las olas.
domingo, 11 de enero de 2015
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