Abrió la tapa del libro, era un libro viejo, poco leído según constaba en la ficha pegada en la primera hoja. Empezó a leer, siempre empezaba a leer cuando salía del trabajo.
Vivía solo y no tenía tele. Tan solo una muda, el cepillo de dientes, un bolso, un poco de dinero, un bolígrafo y un cuaderno como únicas pertenencias. Tan solo un libro como única compañia. Un libro que una vez leído cambiaba por otro.
Su vida consistía en un continuo transitar por paisajes impresos, por relaciones escritas. Un perpetuo deambular por páginas, por laberintos de letras, por rincones de frases, por recovecos de sustantivos, por sendas de adjetivos, por movimientos de verbos... Un libro era la llave con la que abría todas las puertas, todos los cajones de la memoria, aquello que le permitía traspasar el tiempo, trascender el espacio, perderse y por unos instantes, aunque solo fuera por unos diminutos instantes, saborear la eternidad.
Pasó la última hoja, dejó de leer y cerró la tapa. Se levanto de la silla, metió el libro en el bolso y salió a la calle. Llovía, una suave brisa le refrescó la cara, eran las 8 de la tarde si se daba prisa aún llegaba a tiempo, la biblioteca no cerraba hasta las nueve.