Pulsó el interruptor del
baño. Un haz de luz le cegó, por un instante, los ojos. Se miró al
espejo y observó la barba que se dibujaba en su rostro. Abrió el
grifo del agua caliente y se enjabonó la cara. Decidió aprovechar
el momento y afeitarse, era un acto que ejecutaba por sorpresa, sin
ninguna periodicidad marcada.
Mientras se calentaba el
café preparó una tostada. Después del desayuno, se dispuso a leer
la correspondencia atrasada, acumulada en el buzón tras quince días
de ausencia. Cientos de cartas que, sin abrirlas, fue tirando una
tras otra a la papelera, hasta que un sobre oscuro llamó su
atención. Sin saber porque la guardó, sin abrirla, en el cajón
del escritorio y se marchó a la calle, era tarde y necesitaba una
copa y algo de anhídrido carbónico.
Días más tarde el sobre
seguía olvidado donde lo había dejado, pero parecía haber influido
en su quehacer cotidiano. Desde entonces el reloj y los periodos
fijos marcaban su rutina: cada cinco horas comida, ocho horas justas
de sueño de once de la noche a siete de la mañana, cada cuarenta y
ocho horas afeitado con una duración de diez minutos, una ducha de
cinco minutos a las once menos cuarto de la noche, de diez de la
mañana a dos de la tarde trabajar, de cinco a ocho de la tarde un
paseo. Así, día a día, semana a semana fue ajustando el tiempo,
pautando su vida, hasta que ni el más mínimo segundo, ni el más
imperceptible gesto quedó fuera del orden que le había invadido. Se
hallaba programado.
Encendió la luz de la
mesilla, miró el reloj, las tres de la madrugada. Tras diez meses de
horarios fijos se había despertado a destiempo. Se levantó y fue al
estudio, se sentó ante el escritorio, introdujo la llave y abrió el
cajón, el sobre seguía allí esperando. Nunca llegó a saber que
contenía, tiró el sobre a la papelera y salió en busca de un café
y algo de aire fresco.