"...Quien siempre sabe a donde va nunca llega a ninguna parte, y que sólo se sabe lo que se quiere decir cuando ya se ha dicho."
(Javier Cercas, La velocidad de la Luz)

jueves, 5 de mayo de 2011

Relatos de un asesino 7. La cita

No actúo con demasiada frecuencia, no conviene, el caso hay que estudiarlo, analizar cada detalle, fijar el escenario adecuado. No suelo preguntar las razones y rara vez me entrevisto con quien reclama mis servicios, lo hice una vez y ya saben lo que ocurrió, quizás por ello, haber aceptado aquella reunión me incomodaba.
La casa, situada en un barrio residencial, aunque discreta, delataba poder, dinero. Me abrió un hombre de mediana edad, se presentó como el secretario personal y sin más preámbulo me condujo al estudio. Allí, sentado en un sillón, un hombre mayor cuyo rostro delataba cansancio y una muerte cercana, me esperaba. Me explicó que no quería que su hijo, alguien a quien repudiaba, heredara su fortuna, por lo que debía de morir antes que él. Quiso contarme sus razones pero me negué, aduje que era el brazo ejecutor y solo me interesaban las cuestiones técnicas, lo demás era superfluo. Me miró con aprensión, con desprecio, mas era un hombre práctico y sabía que en los negocios la moral se deja en la percha con el abrigo.
Salí de la casa con la documentación necesaria y la mitad de lo acordado. Tenía solo siete días para cazar a la presa, según los médicos no le quedaba mucho más a quien me había contratado y debía presentarle el trofeo para cobrar el resto.
Tres días más tarde todo estaba organizado, el joven era un tipo desagradable algo que agilizaba la ejecución, no tenía porque buscar escusas, aunque rara vez las había necesitado. Llevaba una vida desordenada y noctambula a cuenta de la pensión que había sacado a su padre. Encontrar un lugar adecuado no fue difícil, un callejón oscuro. Lo demás fue rutina, un ágil movimiento de la navaja mientras me daba fuego y el robo de su cartera para desviar la atención de la policía.
Semanas más tarde, cuando murió el anciano, descubrí que el verdadero dueño del imperio era el hijo, lo había heredado de la madre. Una vez muerto, paso todo a manos de mi cliente y ahora era el hermano pequeño de éste el único heredero. Al ver su foto publicada en el periódico, creí reconocerlo, me había recibido amablemente cuando fui a entrevistarme con el viejo, me había abonado el segundo plazo de los honorarios, era el secretario fiel y discreto que movía los hilos en la sombra. Sentí unas terribles ganas de hacerle probar mi navaja, pero tiré el periódico a una papelera y decidí que era hora de tomarse una copa, o quizás dos, tres o las que fueran.

No hay comentarios:

Publicar un comentario